viernes, 16 de octubre de 2009

Ariel fue una aparición. Una noche. Un tequila. La ferviente conversación sobre una película.

Detalles e historia son la obsesión del explorador en vuelo.
Pasión y curiosidad al límite en sus tiempos y formas.

Su obra es el reflejo de una inquietante densidad. Sugestiva, íntima, cercana. Algo perturbadora, aunque irresistible de mirar para quien se propuso la búsqueda.

Las expresiones plasmadas, esas bocas dispuestas, esos ojos cargados de simpleza, de resignación, logran tocar una fibra esencial, la estremecen.

Pero no escoge un camino fácil, nos provoca, nos incomoda, nos desafía con formas ambiguas que se adhieren a la retina, activas desde la quietud, dolientes pero serenas, que debaten caer cerca del abismo emocional pero, al mismo tiempo, hablan de consuelo. Porque discurren catárticamente de su mente al lienzo, su pintura es balsámica, pincelazos de alivio que cicatrizan. Sensaciones contrastadas, se oponen sin dejar de complementarse, en un juego que se vuelve delicioso y turbulento.

Si logramos vencer la resistencia inicial, esa sutil ironía, esa risa silenciosa, se desarma la trama espesa de su mundo, sus temores y sus amores, florece su lado vulnerable pero haciéndose más fuerte. Porque Ariel, siente su pintura, la vive, la gesta... se necesitan mutuamente, y es por eso, que a quienes la apreciamos nos resulta tan conmovedora.

Romina Capitelli.